Mi abuelo, F. (o H. para los amigos y los nietos), tenía un almacén. A él nunca llegué a conocerlo, y al almacén, tampoco. Pero de lo que fue ese lugar me queda un anecdotario propio y uno ajeno. El ajeno cuenta que era un lugar amplio, con paredes de adobe, lleno de latas de leche condensada, fundas para cuchillos, tornillos, y galletitas sueltas. El propio atestigua a distancia que el bolichín fue quizás un laboratorio, del que quedaron los frasquitos de vidrio, y varios experimentos fallidos, que fue una pinturería, y que además funcionaba una venta clandestina de aguardiente.
Nunca encontré las latitas de leche condensada.