Mi abuelo, F. (o H. para los amigos y los nietos), tenía un almacén. A él nunca llegué a conocerlo, y al almacén, tampoco. Pero de lo que fue ese lugar me queda un anecdotario propio y uno ajeno. El ajeno cuenta que era un lugar amplio, con paredes de adobe, lleno de latas de leche condensada, fundas para cuchillos, tornillos, y galletitas sueltas. El propio atestigua a distancia que el bolichín fue quizás un laboratorio, del que quedaron los frasquitos de vidrio, y varios experimentos fallidos, que fue una pinturería, y que además funcionaba una venta clandestina de aguardiente.
Nunca encontré las latitas de leche condensada.
Nunca encontré las latitas de leche condensada.
2 comentarios:
Pues en la casa de mis abuelos, que sí llegué a conocer, mi abuelo mantuvo semi escondidos los restos de lo que fue una pequeña librería-juguetería-kiosco que puede haber funcionado entre los años '50s y '60s en Mendoza ciudad, a juzgar por los elementos que tanto nos sirvieron de entretenimiento (inofensivos y ofensivos) a un nutrido grupo de primos y primas contemporáneos de edad: máscaras de carnaval (de notoria calidad), lápices varios, cuadernos, variados artículos de pirotecnia, extrañamente conformados con papeles de diario, soldaditos de plomo y alguna brillantina. Todos ellos resplandecían en nuestras manos y formaban parte de un singular botín que siempre era disputado entre grupos antagónicos de nuestra absurda y formalísima ficción. Además, una fantasía voraz permaneció hasta la demolición de esa casa, una vez que ambos, abuela y abuelo fallecieron: había en un escondite un tesoro aún mayor de artículos que nunca habían sido encontrados. Crecimos y la vida tomó diferentes direcciones. Pero en el barrio recuerdan que los obreros que trabajaron en la demolición encontraron un extraño cofre...
genial relato, genial definición del juego infantil: "formal ficción".
besote!!!
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