Si hay algo que adora mi mamá, es contar historias ajenas. Preferentemente de desgracias e infortunios.
El último domingo fuimos a comer afuera. Mientras esperábamos en una de las inmensas galerías del caserón/restaurante, me puso al corriente. La dueña, al quedar viuda, lo había perdido todo. Eran sus últimos días en aquella mansión, antes que se efectúe el embargo, y la viuda para sobrevivir cocinaba los domingos.
Nos sirvieron empanadas y coca cola con cubiertos de plata y copas cristal. Seguramente era la vajilla con la que habría agasajado a sus invitados en otros tiempos.
Me quedé mirando las copas, los tenedores, las cucharitas de café.
Los manteles bordados a mano.
Los servilleteros de plata.
Entonces entendí que cuando faltan los motivos, todo se detiene en un instante y para siempre.
El último domingo fuimos a comer afuera. Mientras esperábamos en una de las inmensas galerías del caserón/restaurante, me puso al corriente. La dueña, al quedar viuda, lo había perdido todo. Eran sus últimos días en aquella mansión, antes que se efectúe el embargo, y la viuda para sobrevivir cocinaba los domingos.
Nos sirvieron empanadas y coca cola con cubiertos de plata y copas cristal. Seguramente era la vajilla con la que habría agasajado a sus invitados en otros tiempos.
Me quedé mirando las copas, los tenedores, las cucharitas de café.
Los manteles bordados a mano.
Los servilleteros de plata.
Entonces entendí que cuando faltan los motivos, todo se detiene en un instante y para siempre.