Con Robertito pasábamos todo el tiempo en el baldío de al lado de su casa. Jugábamos a ver quién encontraba más latas de pintura, gomas de auto y alambres oxidados. Lo cierto es que siempre ganaba él y yo lo odiaba por eso. También lo odiaba porque Robertito tenía el privilegio de ser un año y cinco meses mayor que yo, hecho que lo ponía en un lugar naturalmente superior.
Ese día fuimos al baldío en ojotas. Robertito estaba bastante lejos cuando lo escuché gritar. Lo ignoré por completo. Siguió gritando un rato largo, hasta que se calmó y me pidió que fuera. Recién entonces me acerqué y pude ver que tenía una laja rota incrustada en el tobillo. Yo quería salir corriendo, sacarme la responsabilidad de tener que ayudarlo. Quería dejarlo solo. Después de todo, si Robertito podía tallar un auto antiguo en un jabón de lavar la ropa, y podía atar un cable a una percha de alambre para captar la señal de radio ¡Cómo no iba a poder sacarse la laja y terminar con el asunto! Él tenía que hacerlo. Por mi. Yo necesitaba que lo haga. Pero no, había mucha sangre y la herida se veía sinceramente mal.
Inmóviles, calculamos los posibles desenlaces. Entendimos que uno de los dos debía actuar. Pero él tenía una herida grave y yo no.
Sin hablar, le saqué la laja con torpeza, de a tramos. Se aguantó el dolor un rato, hasta que no pudo más y se largó a llorar (verlo por primera vez, inconsistente y frágil, me partió al medio). Con su remera hicimos una precaria venda y así llegamos hasta su casa… al borde del desmayo, ambos.
Le hicieron diecisiete puntos.
No se por qué tengo un recuerdo tan nítido de ese momento. Pasaron cosas mucho más importantes en mi vida que borré completamente. Supongo que los instantes en los que crecemos se nos graban de algún modo. Esos que pasan y de pronto no volvemos a ser nunca más los mismos.
*(yo tenía siete años; Robertito ocho y cinco meses).
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